Cuando alza la cabeza de sus papeles o desvía los ojos del ordenador, Malacara puede contemplar el faro de Portland Head. No muy lejos de allí, un hombre alto y robusto, portando un enorme saxo tenor –un instrumento ultraterreno destinado a derribar murallas bíblicas- asciende las escaleras de un estudio de grabación. Un poco más a la derecha, el mismo hombre reposa la nuca en la palma de su mano, en un gesto de concentración en el que sin duda se estarán gestando escalas de cobalto rugientes y veloces como trenes desbocados.
Malacara ignora si alguna vez Coltrane estuvo en Maine, si visitó los faros de Nueva Inglaterra. Ahora sube interminablemente los escalones del estudio Van Gelder, de espaldas al faro pintado en acuarelas azules y ocres. La casa del farero parece esperar su visita, recortándose sobre el mar en calma. El cielo está detenido en un éxtasis blanco sobre la lámina metálica del horizonte. Existe un ritmo oculto en el cuadro de Hopper, un patrón visual de acordes que Coltrane hubiese descifrado.
Yo sólo puedo levantar ocasionalmente los ojos y sentarme en el silencio de su orilla.